lunes, junio 18, 2007

Prufrock y otras observaciones



Acercamientos a Prufrock y otras observaciones
de T.S. Eliot


Por Diego Alfaro Palma
A Bruno Cuneo





Quienes parecen morir están viviendo
Emerson






Entrar en un poema es entrar en la vida de muchos hombres, es oír las voces de muchos al son de la pluma de uno. Detrás de cada palabra, de cada verso hay una tradición que clama una nueva respuesta, un lenguaje que desdibuja lo individual para transformarse en historia. Ningún gran poeta es inocente, cada uno se enlista en la tropa de uno u otro antecesor para volver a decir, para volver a dar cuenta de la existencia.



Entrar en la poesía de T.S. Eliot es hacerse paso entre una serie de anaqueles y galerías de citas que invitan al lector al espacio mismo y esencial de la poesía: el diálogo. Ya desde su conocida obra “La Tierra Baldía” a sus primeros trabajos, el continuo desenlace de la poética del collage llevará por primera premisa la de dejar hablar al pasado para explicar el presente, específicamente para nombrar la vivencia inexplicable de la modernidad.



No es mi intención al abordar las citas o referencias en dos poemas de “Prufrock y otras observaciones” la de realizar a través de una cirugía una orgía de sangre sino al contrario, hacer patente desde este análisis la construcción de una melodía constituida por diferentes instrumentos y por un coro único que anima y significa al mismo poema. Esta es una lectura desde lo que suscita el poema como superficie, y desde la conversación que en su interior se desata.



Comenzado en 1909 y publicado como plaquette finalmente en 1917 gracias al impulso dado por Ezra Pound, Prufrock puede ser considerada como la más lograda máscara de Eliot. Este recurso de despersonalización (que a la vez nutre al sujeto lírico de una voz más universal y depurada) es una clara influencia de sus lecturas de Robert Browning y específicamente de la figura del Pierrot de Jules Laforgue, influencia esta última que se denota en el tono irónico en que se desdibujan las siguientes observaciones. Este Prufrock, marcadamente señalado en “La Canción de Amor”, es la arquetípica figura del anciano burgués impedido por su propia indecisión, que ha entregado toda su existencia al cumplimiento de una tarea que lo ha anulado hasta convertirlo en un individuo chato y reprimido, en “uno que sirve para hacer bulto en una comitiva”; que cree haber experimentado y conocido todo, y que ha medido su vida con cucharitas de café. Sin embargo este tedio y la condición patética de su existencia no le impiden hacerse, como Hamlet, la gran pregunta: “¿Me atrevo a comer un durazno?”. Esta divagación entre el ser y el no ser, entre el “¿me atrevo?” y sus consecutivas sospechas sobre el lenguaje, parecen ser el temple inicial que enmarca la obra y que de a poco va diluyéndose en la desaparición de Prufrock y la entrada a las narraciones y situaciones urbanas en las que nos sumerge Eliot.



La utilización de distintos registros, como tanto se ha dicho, alude a la necesidad de asir una época conflictiva, a una crisis de la cultura Europea que la encamina hacia la experiencia de dos guerras mundiales; y más aún de invitar a los muertos a cantar la desgracia de un tiempo asolado por la perdida de lo trascendente en sustitución de nuevos valores económicos y políticos, donde el mismo poeta no tiene cabida. Es en esta experiencia, de lo nuevo, de la novedad (técnica o ideológica) que siempre se quiebra a sí misma, en la que Eliot invita a la gran tradición a tomar parte –quizás a la hora del té- de esta seguidilla de fotografías que animarán posteriormente a la formación de la estética continuada en sus próximas obras.



Como nos dice Roland Barthes el texto “es un espacio de múltiples dimensiones en la que concuerdan y se contrastan diversas escrituras”, en la que se enlaza y entreteje el vasto tejido de la cultura. A partir de aquí, conociendo o creyendo suponer mis limitaciones, argüiré dentro de estos dos poemas a cuatro de las influencias más claras e identificables y los tópicos de los que se sirve Eliot para dar cuenta del drama de su época, como lo son la de Dante Alighieri y la visión del Infierno, Charles Baudelaire y la técnica alegórica, el temple irónico de Jules Laforgue y Henri Bergson y la poética simultaneista.





I



Tras la dedicatoria de Prufrock y otras observaciones, nos hallamos de frente a la inscripción de entrada al poema; un epígrafe de Dante de Purgatorio XXI, parece advertirnos la clase de escenas de las que seremos testigos, y la clase de narrador de estas.

Ahora puedes la magnitud
Comprender del amor que por ti me enciende,
Cuando olvido nuestra vanidad
Tratando las sombras como cosa sólida.


Estas son las palabras de Estacio, poeta latino que vivió entre los años 45 al 96 d.c. y cuya alma lleva más de 500 años en espera de purificación para la entrada al Paraíso. Este poeta hoy olvidado, admirador de Virgilio, al reconocerlo eleva estas palabras, como forma de reverencia y agradecimiento pues ha sido salvado al reconocer en la Bucólica Cuarta la venida de un salvador[1]. Al mismo tiempo Estacio ha compuesto a partir de la Eneida dos obras, la “Tebaida” y la “Aquileida” (inconclusa). Sin duda lo que pretende Eliot con esta cita es abrir los poemas de Prufrock con una canción de amor y admiración ante ni más ni menos que a Virgilio, quien será el guía del último poema La Figlia Che Piange y ante el cual, al igual que Estacio, se inclina como un poeta menor.



El hablante de estos poemas es presentado como un poeta prudente, uno que espera su tiempo, que quizás en lo inmediato su nombre no tendrá mayor trascendencia en la historia que aparecer en las guías telefónicas. Eliot está ironizando a la figura del ego transfigurador de la realidad del poeta romántico, contraponiéndola con la humildad del desconocido, pero que al fin y al cabo posee el “título que más dura y más honra”.



Una nueva intervención de Dante aparece en La canción de amor de J.Alfred Prufrock. Esta vez es de Infierno XXVII y el comienzo de la confesión de Guido Montefeltro, condenado en el octavo foso por mal concejo junto con Ulises y Diómedes al castigo de ser verdaderas llamas humanas. Esta intervención no es inocente, la confesión de Prufrock al comienzo del poema es “Vamos entonces, tú y yo”, es decir, un concejo. Proposición de entrada al infierno urbano de Londres al cual también será invitado Baudelaire a comparecer, y en el que Dante da una clave excepcional, una imagen que se repetirá también en la Tierra Baldía, y que es la de la multitud caminando en círculos cual condenados:


tal percibí yo el movimiento de las llamas en el interior del foso, pues ninguna se traslucía lo que ocultaba, y cada cual llevaba en su seno, el alma de un pecador.
Estaba yo en el puente de pie, pero tan inclinado para ver mejor que, a no haber tenido a mano un peñasco en que apoyarme, hubiera caído al foso sin más impulso

Infierno XXVI


Sin embargo, a pesar de lo populosos de ambos infiernos, el de Eliot se caracteriza por el hecho de no poseer jerarquías; en él los condenados se arrastran todos por el mismo foso, visión terrorífica de la ciudad, de su uniformidad en la que la medida está dada por la rentabilidad de los individuos en el desarrollo de sus labores burocráticas. Una masa desconocida que desde la evolución histórica de la dualidad urbanidad-ruralidad, ha optado por arrimarse a los límites de la “esperanza” citadina para fundirse en lo invisible y lo concreto, en una canción vulgar con olor a jacintos y aburridas calles medio abandonadas.






II



Palacios nuevos, andamios, bloques,
Viejos arrabales, todo para mí se convierte en alegoría…”


Charles Baudelaire, El Cisne, II







La técnica de descripción del paisaje urbano es uno de los aspectos más notablemente logrados a partir de la lectura de Charles Baudelaire. La inclusión de la alegoría, como veremos, es el medio que resultó más efectivo para Eliot al momento de dar cuenta de los tediosos espacios que en los poemas se recrean.



Como nos dice Pierre Bourdie “nadie vislumbró mejor que Baudelaire el vínculo entre las transformaciones de la economía y la sociedad y las transformaciones de la vida artística y literaria”[2], intuición e intelección que no fueron ajenas en Eliot en el intento de dar cuenta de los nuevos cambios que se avecinaban. Así el uso de la técnica de la alegoría no sólo nutrió el espectro de imágenes y el temple emocional, sino que también nutrió de una desubjetivización que le fue tan cara al insertarse en la máscara de Prufrock.



La alegoría fue uno de los procedimientos adoptados por Baudelaire de la poesía medieval, y que fue tan despreciado por la subjetividad cultivada por los románticos. Esta intenta la personificación de emociones mediante una materialización de los conceptos, es decir, liga los estados del alma, al mundo interior en correspondencia con los paisajes externos, con lo cual Baudelaire logró identificar el fantasmagórico paisaje parisino del siglo XIX con su desencanto y hastío ante la vivencia de un verdadero infierno. Así se logra una desjerarquización de la realidad, “romper el acorde entre interioridad y mundo, y hacer aparecer los poderes del inconciente frente al sujeto autónomo”[3]; una nueva entrada al mundo de lo abstracto, del spleen, de esa languidez inexplicable que asota al espíritu, donde el mundo ya no puede ser comprendido como naturaleza.



El juego de La canción de amor… con los Paisajes Parisienses es inevitable, y es allí donde encontramos referencias directas, casi paráfrasis y un diálogo en el que Eliot pareciera responder a la impresión que el infernal paisaje urbano ha dejado en Baudelaire. Un poema como “Los Siete Viejos” parece hermanarse, y más aún, imponerse con un paternalismo que se interna a la vez en los pasajes más alegóricos del inglés:

Cuando el atardecer se extiende contra el cielo
Como un paciente anestesiado sobre una mesa;

Calles que siguen como una aburrida discusión
Con intención insidiosa
De llevarnos a una pregunta abrumadora…

¡Y la tarde, el anochecer, duerme tan pacíficamente!
Alisada por largos dedos,
Dormida…cansada…o se hace la enferma,
Extendida en el suelo, aquí junto a ti y a mí.


Y Baudelaire:

¡Hormigueante ciudad, llena de sueños,
Donde el espectro en pleno día atrapa el transeúnte!



Por otro lado no es extraño que estos dos poemas sean de caminantes; “Los Siete Viejos” está dedicado a Víctor Hugo, insigne caminante meditabundo que en los albores de su poesía aconsejó a la nueva camada a no inmiscuirse en las profundidades del abismo del alma[4], ante ese recoveco que ofrecía el misterio de la correspondencia entre ideal y cosmos, del mundo como una gran metáfora simbólica y ante la cual caían vencidos Nerval, Nodier, Baudelaire y los simbolistas. El cuadro ilustrativo de esa realidad histórica se conjuga perfectamente con los poemas “El Sol” y “Paisaje”, siendo este último el prototipo del Londres del siglo XX y de la figura voyerista de un Prufrock agotado y envejecido observando el barullo de las gentes desde su alta ventana, contra la cual se frota la niebla y el humo de las chimeneas industriales; aquí la conexión con los “Siete viejos” es más directa y textual:

…Una bruma sucia y amarilla inundaba todo el espacio

…La niebla amarilla que se restriega el lomo en los cristales de las ventanas,
El humo amarillo que se restriega el hocico en los cristales de las ventanas


“The yellow fog” y “The yellow smoke” son dos de las visiones en las que Eliot, como dice Bruno Cuneo, logra “vincular ese temple funesto con el panorama fantasmagórico o irreal de la metrópolis londinense”[5] a la cual el mismo Baudelaire da la espalda[6], y que Prufrock habita sin llegar a la repulsión.



Claro es que la acentuación de caracteres y ridiculización del sujeto burgués por Eliot es una propuesta irónica para mostrar de forma más descarnada los años anteriores a la Primera Guerra. La pregunta “¿me atrevo a molestar al universo?” es una respuesta contra el viejo de Baudelaire “hostil al universo más bien indiferente”. Viejos harapientos que han renegado al cosmos y al que son ajenos, escindidos de su trascendencia y al que Prufrock ve como una posibilidad lejana, como un descubrimiento al que no alcanzan las reflexiones y que queda en absurdas postergaciones: “Y claro que habrá un tiempo (…) habrá tiempo, habrá tiempo (…) tiempo para ti y tiempo para mí, y tiempo aún para cien indecisiones, y para cien visiones y revisiones, antes de tomar té con tostadas.” La mediocridad del hablante y su patetismo inclina la indecisión frente a lo esencial, en una postergación eterna en preferencia de lo simple, del té, del trabajo, de lo material, que lo lleva a responderse “Y habría valido la pena, después de todo (…) descabezar de un mordisco el asunto con una sonrisa, apretar el universo en una bola echándolo a rodar hacia alguna pregunta abrumadora.”



Prufrock es ya un sujeto ambientado al devenir de la ciudad, conoce sus jardincillos, las voces que mueren en una caída agonizante, los brazos, los ojos que miran fijos en un expresión formulada. Baudelaire espantado nos dice “…regresé, cerré la puerta, horrorizado”, y Eliot de un súbito concluye: “y en resumen tuve miedo.” Espantados ambos ante la creación del hombre y sus consecuencias, frente a ese desierto que avanza a alta velocidad en consecutivos quiebres, y que como nos dice Jünger se manifiesta en dos miedos: “en el espanto ante el vacío interior” y “el ataque de fuera hacia dentro del poderoso mundo a la vez demoníaco y automatizado”. Proceso que señala al francés como la antesala y al inglés como la apertura a un tiempo que nos es próximo y contingente.



Al final el anciano Prufrock enfrentado a sus palabras, sin mástiles, en una mar monstruosa y sin orillas, escucha a las sirenas cantándose las unas a las otras, y aferrándose a la llama de Ulises, que revive el mal concejo dado a sus marineros, observa como el poema termina por desaparecer bajo las aguas:

Nos hemos demorado en las cámaras del mar
Junto a ondinas enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo,
Hasta que nos despierten voces humanas y nos ahoguemos.

¿No es esta la confesión de Ulises en Infierno XXVI?






III




El espíritu de “Retrato de una dama” pareciera estar contenido en los siguientes versos:

Al citarse con una mujer
Fingen un tercero,
Confunden el ayer con un mañana
¡Y con el toda el alma piden…Nada!

Esta es la tercera parte del poema de largo aliento Pierrot de Jules Laforgue, poeta que influenció fuertemente la primera etapa de Eliot, cuya métrica (vers libre) y efecto irónico marcarían el tono de ambos poemas en consideración y todo el Prufrock y otras observaciones. Es así como Eliot indiscriminadamente alude incontables veces a la poesía del triste payaso francés[7].



Octavio Paz en sus célebres ensayos “El arco y la lira” y “Los hijos del limo” define a la ironía como uno de los síntomas propios del arte moderno, que consiste en la paradoja intelectual de “insertar dentro del orden de la objetividad la negación de la subjetividad”[8], revelando la dualidad de lo que nos parecía ser uno, dando así una respuesta a lo absurdo desde la predilección por lo grotesco, lo horrible, lo extraño: la fusión entre risa y llanto. La ironía moderna busca dar cuenta del vacío de sentido o de la extrema y falsa solemnidad de los grandes discursos, negándolos o presentándolos desde su mismo absurdo, desnudándolos e insertándolos desde la angustia, desde la finitud humana, “dejando caer en la plenitud del ser, una gota de nada”. Una respuesta al abismo impone lo intrascendente.
Desde esta creación y destrucción, Laforgue plantea su máscara del Pierrot, personaje nihilista y desencantado, para asir la inspiración del vacío, al decir de Nietszche. El mismo Laforgue la define como la estrangulación y sepultamiento de lo delicado bajo la arena de la grosería y la exageración. Desde aquí ya podemos ir visualizando la figura de Prufrock y la del personaje masculino en “Retrato de una dama”, quienes forman el arquetipo del Pierrot laforguiano. El uso del ánimo irónico servirá a Eliot para hacer confesar al sujeto urbano moderno escindido entre la libertad preconizada por los cambios históricos y esa “imprevisible lucha de todos contra todos, real o como pura sugestión”, como nos dice Musil[9].



En “Retrato de una dama” existen dos voces, la de una mujer de edad cuyos diálogos aparecen entrecortados con el monólogo de un hombre; la primera es la voz externa, optimista de la humanidad y de su propia vida; la segunda una conversación interna, negativa, oculta tras una falsa sonrisa, pesimista y apagada por la imposibilidad y el cuestionamiento. Este personaje masculino atraviesa el mismo registro de Prufrock, soterrado a su propia represión y postergación, al desgarrador grito interno que lo acosa en un disimulado comentario “debería yo haber sido un par de ásperas garras corriendo por los fondos de mares silenciosos”. El hablante masculino de “Retrato…” mantiene el temple de indecisión entre la posibilidad de las palabras y el alcance del pensamiento, impotencia creadora también presente en Baudelaire, que será el problema que perseguirá a Eliot hasta los "Cuatro Cuartetos", veamos:

Porque uno ha aprendido sólo a prevalecer sobre las palabras
Para aquello que uno ya no tiene que decir, o el modo
Como uno ya no está dispuesto a decirlo.


Esta relación conflictiva con el lenguaje es también la experimentada por el Pierrot, de hecho si observamos las caracterizaciones de la poética de Laforgue podemos distinguir las aplicaciones hechas por el mismo Eliot; primero, la metapoesía articulada por el francés confiere una conciencia extrema de lo escrito a la vez que intenta en el mismo plano el “sabotaje sistemático de los temas y recursos tradicionales, por un uso y subversión calculada de las gracias que se esperan de la poesía”[10]; segundo, y siguiendo la descripción de Andrés Claro, la multiplicación y fragmentación del yo lírico permite la ampliación del campo expresivo, a la vez que se completa por la inclusión de registros temáticos variados, de lenguaje coloquial y lugares comunes, y la disonancia rítmica y métrica; y en tercer lugar, la definida por el mismo Laforgue acerca de la elaboración del verso: “el ideal es el verso quebrado mil veces, burbujeante de intervalos inesperados, engañando al ojo, golpeándolo, irritándolo”. Fragmentación que irá de la mano con la concepción de Eliot del desplazamiento del tiempo en la conciencia adoptado de la filosofía de Henri Bergson.



Pero más allá de la misma imposibilidad frente al lenguaje, Eliot sienta al personaje de “Retrato…” de cara a la situación de la muerte; el pasivo y calculador hablante se desase en la incapacidad de enfrentar lo inefable e irreversible, desapareciendo en una seguidilla de impulsos y vacilaciones que llevan al poema a un final abismante, a una caída agonizante, angustiante e irónica:

¡Bueno! ¿Y si ella muriera una tarde
Tarde gris y hermosa, anochecer amarillo y rosa:
Si se muriera y me dejara plantado pluma en mano
Con el humo bajando desde los tejados;
Dudoso, durante un rato
Sin saber qué sentir ni si lo entiendo
Ni si soy juicioso o tonto, retrasado o prematuro…
No saldría ella ganando, después de todo?
Esta música tiene su éxito en una “caída agonizante”
Ahora que hablamos de morir—
¿Y tendría yo derecho a sonreír?







IV



El destacado séquito de alumnos de Henri Bergson es sin duda la envidia de todo docente; entre ellos se cuentan personalidades tan notables como las de Marcel Proust, Jacques Maritain, Antonio Machado, Charles Peguy, y por supuesto T.S. Eliot. Este ingresa en 1910 al Collage de France como Master of Philosophy, donde recibirá la fuerte influencia de la teoría de la duración de Bergson que será de gran importancia para entender la poética simultaneista y las mismas consideraciones del tiempo tratadas a lo largo de su obra.



En resumidas cuentas la filosofía de Bergson analiza comparadamente la visión física del tiempo y la de nuestra percepción psicológica. El primero es en sí una abstracción matemática, un continuo de instantes estáticos, indiferentes y completamente extraños entre sí. Sin embargo, nuestra conciencia tiene la capacidad de remontarse a través del recuerdo y la proyección a una serie de tiempos cualitativamente distintos, quebrando la irreversibilidad del tiempo lineal y su espacialización en el plano del acontecimiento y su análisis. Por lo tanto, en la realidad se contraponen dos formas de tiempo, el que se presenta como una sumatoria de momentos singulares y el de la duración, que se define como una yuxtaposición de muchos eventos –situaciones sensitivas- asociadas distintamente.



En la conciencia, por lo tanto, participan el pasado, el presenta y el futuro, abril, la memoria y el deseo, y a través de esta yuxtaposición (sumada al influjo del verso laforguiano) Eliot logra realizar un montaje de sucesos y sensaciones intercaladas, que remiten unas a otras a variadas vivencias o referencias literarias.



De manera magistral Eliot alude a la filosofía de Bergson en menos de cinco versos que tomaré para ejemplificar esta vasta influencia en su poética. Remitámonos a Retrato de una Dama nuevamente:

-Tomemos el aire, en un éxtasis de tabaco
admiremos los monumentos,
comentemos los acontecimientos más recientes,
pongamos en hora nuestros relojes con los relojes públicos.
Luego sentémonos media hora a tomar nuestras cervezas.



Si nos damos cuenta desde el segundo verso el hablante invita a la admiración del pasado, a una estructura espacial que contiene un cierto valor histórico; luego aparece la contingencia, el presente inmediato contenido en los medios de comunicación; al mismo tiempo pide una sincronización del reloj, elemento fundamental de las matemáticas y la ciencias para la medición del tiempo como abstracción; además el tabaco y la cerveza del primero y último verso están en la estricta relación que estos poseen como elemento de sociabilidad en donde se extiende la conversación y la memoria. Estos cinco versos están empujados por una invitación hacia el futuro, hacia la posibilidad de su concreción, a la vez que por los versos anteriores están determinados por un ritmo biológico que es el sordo tan-tan que martillea el cerebro del personaje mientras comparte con la dama los Preludios de Chopin.



En este simple ejemplo vemos la aplicación conceptual de la teoría del tiempo en Bergson, y que a lo largo de la versificación se implanta en la técnica del simultaneismo y collage que será definitiva en la Tierra Baldía. Pero agreguemos algo igualmente significativo antes de cerrar esta reflexión. Bergson decía que la yuxtaposición y el desplazamiento de la conciencia funcionaba en una armonía musical, como una gran sinfonía en donde distintos movimientos se repetían o proyectaban en singular cadencia. Así tal vez podemos entender por qué Eliot titula gran parte de los poemas de esta plaquette en una correspondencia musical: Canción, Preludio, Rapsodia. Una gran océano en constante devenir, una composición de la mente humana.





V



En una ocasión a T.S. Eliot le tocó revisar una crítica echa por un joven al mismo trabajo que aquí hemos puesto en análisis. La sorpresa no fue menor, pues sintió que por un lado el acierto y la especulación completaban el sentido de su obra; un trabajo de lector y de lecturas, no una violencia científica sobre el texto ni un puro juicio subjetivo. Como bien nos dice “el crítico a quien más agradezco es el capaz de hacerme mirar algo que no había mirado nunca o mirado con los ojos velados del prejuicio, de ponerme frente a eso y dejarme sólo”[11]. No debemos por otro lado pretender que toda crítica sea un comentario definitivo, sino sólo una guía probable en la inmensidad que significa una obra de arte.



Así en este trabajo de hipervínculos con el pasado constitutivo de la obra y su Hoy categórico, dejo a sabiendas una serie de influencias y reflexiones por abordar, como la de Tristán Corbiere, Charles Maurras, Francis Bradley, entre otros, que fueron igualmente significativas en el proceso creador del joven Eliot. Este trabajo de exégesis de lecturas y aplicaciones dentro de su obra no desmerecen el trabajo de un hombre en la odisea de la nombradía de su época. Autor y obra susurran el abismo de un tiempo.



Como a los que lo acompañaron en sus caminatas urbanas, Eliot por su gran influjo de tradición, don y conciencia poética forma parte de nuestro imaginario de lo clásico contemporáneo. Su diálogo al fondo de la historia y de lo esencial humano lo constituyen como un hito en el interminable libro del arte, ese diálogo siempre inconcluso donde se hablan vivos y muertos para anclar en un presente fugaz, o al decir de Harold Bloom “los poetas fuertes siguen regresando del reino de los muertos, y sólo mediante la casi voluntaria mediumnidad de otros poetas fuertes”[12].












Notas:

[1] “La última edad del vaticinio de Cumas es ya llegada; por la suceción de siglos nace de nuevo. Vuelve también la Virgen, vuelve el reinado de saturno; una nueva descendencia baja ya de lo alto”, pasaje en celebración del pronto nacimiento del hijo del cónsul Polión, que durante la Edad Media fue interpretado como una alusión a la Parusía. Virgilio, Bucólicas y Georgicas, Gredos, Madrid, 1992. Pág. 187-188.
[2] Bordieu, Pierre Las reglas del arte; Editorial Anagrama, Barcelona, 1996. Pág.
[3] Robert Jauss, Hans Las transformaciones de lo moderno; Editorial Visor, Madrid, 1995. Pág. 154.
[4] “Amigos no caven en vuestras queridas ensoñaciones/ no hurguen el piso de vuestras planicies florecidas;/ y, cuando se ofrezca a vuestros ojos, un océano que duerme/ naden en la superficie o jueguen en la orilla…/ ¡porque el pensamiento es sombrío! Una pendiente insensible/ va del mundo real a la esfera invisible”.
[5] Cuneo, Bruno “Un montón de imágenes quebradas (Melancolía radical y estética del fracaso en La Tierra Baldía, de T.S. Eliot)” Revista Vertebra de la Universidad de Chile, n°9, mayo de 2004. Pág. 15.
[6] “Pero yo volví la espalda al cortejo infernal”
[7] Por ejemplo:
En el cuarto las mujeres van y vienen/ Hablando de Miguel Angel, es una parodia a los versos: En el cuarto las mujeres van y vienen/ hablando de la escuela sienesa.

La vida ¡qué cauchemar!
¡Qué pesadilla!, título de un poema de Laforgue de “Variaciones sobre la muerte”.

El título Preludios que no sólo son los de Chopin, aparecidos en Retrato de una Dama, sino que también es un poema autobiográfico de Laforgue que comienza con el mismo verso “El anochecer de invierno se asienta”

“Observa la luna,/La lune ne garde aucune rancune” de Rapsodia de una noche de viento proviene de los versos “-Là, voyons, mam'zell' la Lune,/Ne gardons pas ainsi rancune;” del poema Complainte de cette bonne Lune.
[8] Octavio Paz Los hijos del Limo, Tercera Edición; Editorial Seix Barral, Barcelona, 1990. Pág. 72.
[9] Musil, Robert Ensayos y conferencias, “Reflexión de un lento”; Editorial Visor, Madrid, 1992. Pág. 415.
[10] Claro, Andrés “Ironía y melancolía: un ‘Pierrot’ de Jules Laforgue”, Revista Vertebra de la Universidad de Chile, n°9, mayo de 2004. Pág. 31.
[11] Eliot, T.S Sobre poesía y poetas, Trad. Marcelo Cohen; Icaria Editorial, Barcelona, 1992. Pág 126.
[12] Bloom, Harold La angustia de las influencias, Trad. Fco. Rivera; Monte Ávila Editores. Caracas. 1991. Pág. 16.



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